El símbolo, joya poco valorada por los que rechazan todo cuanto no responde a los postulados de un racionalismo estricto, es, sin embargo, paradigma del ser y posibilita en cierto modo que las cosas sean. Su prioridad frente a cualquier otra forma de significación va siendo reconocida por todos cuantos no adoptan una visión del mundo sólo inteligible desde un punto de vista racional.
Este mundo racionalista moderno vale tan poca cosa como el mundo antiguo o el de mañana, puesto que implacable la guadaña de Cronos ha de segar estas cabezas y estas voces, como otrora segó las del pasado y un día segará las por venir. La visión existencialista del mundo -que es la que nos sitúa de modo exclusivo en el plano del antes y del después, del aún y el todavía- es abominable como han dejado bien patente los escritos de atareadas mentes como las de Sartre y Heidegger. La angustia y la náusea se apoderan del hombre inteligente cuando éste reconoce el mundo y la vida simplemente por lo que son en realidad, dejando a parte la fantasía.
¿Qué valor daremos, pues, al símbolo? ¿Con qué nombre nuevo nombraremos hoy lo ya sabido? De ser concepto o metáfora el símbolo sería en verdad bien poca cosa, y no haría sino recargar los ya sobrecargados canales de la computadora cerebral del hombre de hoy. El símbolo no es una manera más poética o hermosa de decir cosas ya sabidas, aunque también sea eso. El símbolo es el fundamento de todo cuanto es. Es la idea en su sentido originario, el arquetipo o forma primigenia que vincula el existir con el Ser. Por él a modo de puente el ser se manifiesta a sí mismo: crea un lenguaje, inventa los mundos, juega, sufre, cambia, nace y muere. Pues precisamente por el símbolo la existencia y la realidad del mundo sucesivo dejan de ejercer su tiranía sobre la mente. Las ideas-fuerza, grabadas desde la antigüedad en la piedra y la madera, cantadas y dichas en el mito con inspirada gracia, y escenificadas en el drama perpetuo de la naturaleza y la vida, operan en nosotros un retorno, una reubicación en lo atemporal anterior al tiempo. El símbolo y su desarrollo en forma de mito son otra historia, otra fantasía si se quiere, pero que tiene la virtud de acercarnos a la inmutable fuente oscura de donde surge toda luz y toda palabra. El símbolo es el instrumento de la creación y también el instrumento del retorno. El conocimiento del símbolo, también llamado gnosis, para distinguirlo del conocimiento conceptual, acumulativo o discursivo, nos pone en contacto con una fundamental ignorancia, que según Sócrates y los maestros de cualquier tiempo y lugar, es el objetivo de la filosofía. Filosofía que aquí ha de entenderse en sentido propio, como amor a la divina Sofía.
La visión simbólica del mundo, que fue la de los antiguos, los cuales unánimemente se expresaron nada más mediante símbolos y mitos, es la visión ingenua y directa, que supera las mediaciones culturales, por más que tiempo y cultura influyan y condicionen la forma sensible del símbolo. Lo simbolizado no es de ningún modo el símbolo sino aquello inexpresable que no podría decirse de otro modo de no ser por aquella forma que en lo sensible lo manifiesta. El Cielo no es la Tierra, ni la diestra es la siniestra, ni la montaña es la ciénaga, por más que distintos pueblos y culturas y épocas hayan variado y mezclado los nombres de estas ideas-fuerza. Lo simbolizado está siempre más allá y por encima del vehículo sensible o formal que lo simboliza, de otro modo, Cielo y Tierra, montaña y ciénaga, diestra y siniestra no serían sino agregados de moléculas o de palabras, que no significarían más que una indefinida cantidad de relaciones en la combinatoria horizontal de la lengua.
Frente a las idolatrías de la existencia y del devenir, el símbolo nos remite a lo atemporal y supraconceptual. Por esto se lo llama idea-fuerza. El símbolo es factor de esencia y por ello está en el umbral del No Ser. Ver el símbolo supone por tanto morir, o quizá despertar de nuevo al olvido, «esta otra forma de la memoria» como dice Borges. Olvido del mundo y de cuanto sabemos, retorno del no saber, de la infancia, del silencio, del misterio, que literalmente significa quedarse mudo ante lo inefable, la absoluta transcendencia de lo humano inscrita en el corazón del hombre.
Los símbolos son para soñar, y el sueño, cuando es reparador, es siempre una partida que prefigura y actualiza la muerte. Soñar para morir. Para recibir el símbolo, para que ocurra la cábala (pues kabbalh significa recepción, del hebreo kibbel, recibir), supone necesariamente vaciar la mente de todo cuanto ella sabe, para que brille con todo su fulgor lo que ella desde siempre ha sabido y no ha querido ver, por este extraño y paradójico aferramiento a la vida y a su preocupación, que los mitos describen como Caída. El símbolo no se puede entender. El símbolo se hace en nosotros cuando la mente, el sentimiento, el instinto y el cuerpo somático, se ponen en consonancia de manera que haya orden en aquella Ciudad con mayúscula que Platón describe con letras grandes en la Politeia. La recepción del símbolo o su revelación tiene, pues, como paso previo el orden en la Ciudad. Obedezca, trabaje y viva duramente el cuerpo como siervo que es. Produzca ricos y hermosos frutos y obras, y sea frugal el alma concupiscible, como buen artesano. Obre para darse y morir nuestro ánimo, que es la casta guerrera. Reconozca la mente sabia su ignorancia y acalle en ella su inquietud. El orden en la Polis es la Gran Paz instaurada por Hércules, hacedor de ciudades. La paz, como dice Dante en el inicio del De Monarchia, es premisa de la contemplación, que es el estado natural del hombre. Cuando contemplamos algo, la cascada, el pájaro, el fuego, ocurre el símbolo en nosotros, e inadvertidamente se acerca el alma a su no ser. No hay entonces espectador, sino sólo lo que hay. Reconocemos lo Uno en el Todo.
Todo esto viene a completar la idea vulgar de símbolo, expresada según es fama por Saussure y otros estructuralistas, en su versión primera, y desarrollada más tarde por los constructivistas: Wittgenstein, McLuhan, Berger y García Calvo, por citar sólo unos cuantos. La sociología y la lingüística estudian el símbolo en cuanto mediación entre los hombres, y no ven en él más que su dimensión en el plano temporal de las convenciones. La generalidad de los hombres llama león a esta fiera, jaguar a esta otra, Everest a aquella montaña, y canoa a ese vaciado tronco, pero estas significaciones convencionales, socialmente transmitidas y personalmente interiorizadas, no entrañan en sí mismas las inefables concomitancias que el león, el jaguar, el Everest -montaña más alta del mundo- y la canoa -que permite surcar el río- despiertan en el corazón del hombre genuino. Tales concomitancias, llevadas a la conciencia, es decir, seria y tranquilamente consideradas, son el camino de la anamnesis, la reminiscencia, que es el sentido más perfecto dado por Platón a la memoria. Memoria de lo que fui y seré, olvido de lo que soy. En verdad considerados desde el símbolo ser y saber son una misma cosa.
La presencia de los símbolos posibilita, pues, aquel discurrir acerca de ellos que constituye la sociedad, la historia y la cultura. La significación en general, la concepción del mundo, las doctrinas, las teorías, las ideologías, se construyen socialmente, qué duda cabe. La piedra de que están hechas es piedra caída de los cielos, la voz de los ángeles que desde siempre está revelando al hombre un único y tautológico mensaje salvador. Hermes, el mensajero, nos inicia en la ciencia de los símbolos, nos invita a un divino comercio, hurta para nosotros la única moneda que puede procurarnos pan y cobijo eternos: la piedra caída del cielo. El símbolo es la piedra de los filósofos, porque nos abre al no saber, a la nesciencia. Genera en nosotros la que Nicolás de Cusa llamó docta ignorancia.
La vida como problema concreto carece de interés para el filósofo, puesto que es fácil ver que aquélla no tiene solución y acaba necesariamente con la muerte. Suena aquí terrible la antigua voz del buda Shakyamuni, que acabado de nacer en esta tierra se pregunta: ¿Quién resolverá la enfermedad, la vejez y la muerte? ¿Quién quitará el sufrimiento del mundo? Después de considerado, el Buda jura no reencarnarse ya más. El suicidio, como bien ha visto Heidegger, es el único problema filosófico serio, entendiendo aquí suicidio no como el accidente físico ocasionado por una mente compulsiva, sino la radical y consciente negación de lo que yo no soy de modo permanente.
Los símbolos son el más antiguo cantar. El principal de ellos es la naturaleza virgen. En ella espontáneamente se explayan estas formas universales del día y la noche, la bóveda celeste, el polo, los puntos cardinales, los metales, los planetas, los luminares. Todos los sabios y los genios de la humanidad han reconocido que la naturaleza es la principal maestra, el Liber Mundi, la primera y más alta escritura. El paraíso terrenal era el estado natural del hombre, cuando no comía del árbol de ciencia del bien y del mal. Ni buena ni mala, el símbolo representa la realidad tal como es. Y por más que la ciencia de los símbolos sea conceptualmente contradictoria en sus afirmaciones y negaciones, su conocimiento es el más coherente, verdadero y exacto, aunque no se pueda comparar ni medir. La experiencia del símbolo, si así pudiera llamarse, es única, es pura cualidad. La cualidad, según Platón afirma, es lo bello y lo bueno de cada cosa. Y añade que de las cosas buenas y bellas el filósofo asciende, por la dialéctica (lit. «leer a través») a la idea (del griego eidos, forma) del Bien y de lo Bello; la filosofía se alimenta, pues, de la contemplación de la naturaleza.
Desde la visión que el símbolo introduce en la mente del hombre la realidad socialmente construida y la llamada «vida cotidiana» no son sino ofuscaciones momentáneas, por más que social e históricamente generalizadas. Entendida su raíz, el error no merece ser analizado y estudiado en sus modalidades y detalles, ya que ello contribuye a legitimarlo y consolidarlo. La verdad no la construye el pueblo, ni la gente de la calle, ni el uso social, ni ninguna malévola clase, ya que todas estas entelequias relativamente existentes son engañosas fantasmagorías que nos distraen de lo auténticamente creador. «El sueño de la razón engendra monstruos», dice Goya.
Como bien han observado los surrealistas, y Dalí en cabeza, la humanidad ha estado sometida en estos siglos racionalistas y positivistas a un hambre atroz de otra clase de alimento necesario. El ayuno forzoso de la humanidad doliente en lucha por la subsistencia cesará con la obra del artista. Él es quien reconoce lo sur-réel, lo que está por encima de lo real, que no es decir poco. El arte así concebido involucra necesariamente la forma de vida, de modo que ésta, explayándose en el símbolo y reconociéndose en el mito, aparece como una poética integral y el artista abandona su subjetividad para expresar algo universal que está aquí y el arte comprende, recrea y divulga desde siempre. No hay simbólica sin arte ni arte fuera del símbolo.
La concepción estética de las formas artísticas, hoy generalizada, es ciega frente a las posibilidades cognoscitivas que el arte encierra, puesto que limita su función al placer que producen las formas bellas, o a las sensaciones psíquicas que la forma genera. No es mala la experiencia estética por sí misma, pero no hay en ella arte mientras no intervenga el conocimiento, conocimiento de sí mediante los símbolos que aquellas formas están manifestando. Por ello el legado arqueológico y cultural de todos los pueblos antiguos y tradicionales sólo puede apreciarse recibiendo su mensaje simbólico, más allá de las peculiaridades de modas, estilos e influencias que la expresión de aquél pueda presentar en cada lugar y cada época. El arte de los antiguos es otro valiosísimo libro abierto para quien pueda y quiera aprender de la filosofía perenne.
J. Olives Puig